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Tribuna
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La siguiente fase: una renta básica

Un ingreso de emergencia estimularía la recuperación de la demanda tras una crisis, actuaría como un ‘estabilizador automático’ y los ciudadanos serían menos propensos a votar opciones extremistas

Guy Standing
Raquel marín

Cuando la pandemia, por fin, se desvanezca, el mundo cambiará de forma permanente. Pero, para que cambie para mejor, es necesario desarrollar ya una estrategia de transformación económica. Para ello, debemos tener claro de antemano cuáles eran sus defectos fundamentales.

La economía neoliberal que ha predominado durante las últimas tres décadas se proponía reducir el Estado social y tenía una afición populista a reducir impuestos, particularmente para los ricos y las empresas, que exigía recortes del gasto público, en teoría para equilibrar los presupuestos.

Era un modelo engañoso, que produjo un gran fortalecimiento del capitalismo rentista —grandes réditos para los dueños de propiedades— y el debilitamiento de los bienes públicos comunes. Esto último implicaba menos hogares sociales, servicios sociales reducidos, menos sanidad pública y menos asistencia social. Ahora estamos pagando el precio, con más de 25.000 muertes solo en España. Nuestra capa de protección social estaba hecha jirones.

También ha producido un saqueo de los bienes públicos naturales —menos espacios abiertos, menos peces en el mar, menos aire limpio y agua potable, menos parques y bosques cuidados—, así como de las garantías civiles, la igualdad y la justicia para todos. Sobre todo, vimos una pérdida del patrimonio público intelectual, a medida que el desarrollo de un sistema internacional de derechos de propiedad intelectual permitió que la plutocracia y las grandes empresas se adueñaran con una parte cada vez mayor de los ingresos generados.

Por consiguiente, una parte crucial de la estrategia de revitalización debe consistir en desmantelar el capitalismo rentista y reanimar todos nuestros bienes comunes. No debemos aceptar a ningún político ni partido político que no articule una estrategia en ese sentido. La principal prioridad debe ser la construcción de un nuevo sistema de distribución de rentas. Desde ahora mismo. Necesitamos que los Gobiernos y las organizaciones internacionales introduzcan una renta básica de emergencia.

Los Gobiernos deben darse cuenta de que no existe una alternativa que pueda llegar a todos los segmentos de la sociedad. Algunos Gobiernos han alegado que tienen que centrar la ayuda en los más vulnerables y han introducido asistencia social y subsidios salariales en función de los recursos. Pero acabarán aceptando que casi todo el mundo —excepto los plutócratas que pueden refugiarse en sus superyates y sus fincas—, además de ser vulnerable a la pandemia, puede sufrir problemas económicos, quiebras y otras enfermedades.

Tratar de seleccionar a los pobres en una conmoción sistémica como la actual es como buscar al hombre que está más a punto de ahogarse en un naufragio y dejar que el resto se hunda. Todos necesitamos ayuda. El proceso administrativo necesario para identificar a los más necesitados será caótico, burocrático, crónicamente ineficaz e injusto. E incluso puede que los políticos vean que muy pocos funcionarios estarán dispuestos a comprobar los ingresos, la riqueza o la situación laboral de los que soliciten ayuda financiera. Lo que los economistas deberían saber a estas alturas es que los planes selectivos, concebidos para llegar exclusivamente a los que son pobres sin culpa ninguna, cometen enormes fallos de exclusión. En otras palabras, no llegan a muchos de los destinatarios del plan. Es posible que haya un 40%, o más, de necesitados al que no llegan. Este hecho ha quedado demostrado una y otra vez en todo el mundo, incluso en países con sistemas administrativos avanzados.

Dicho de otro modo, los planes universales son más eficaces que los planes selectivos para reducir la pobreza y la inseguridad de rentas. A los políticos les cuesta entender esta paradoja, y muchos prefieren no entenderla, porque así pueden continuar con sus programas específicos, con los que creen que ahorran dinero público. Sería mucho mejor suministrar a todo el mundo una renta básica y aplicar a los ricos una ligera subida de impuestos, para que no estén ni mejor ni peor.

Lo que hemos descubierto con los ensayos de rentas básicas en diferentes tipos de países es que refuerzan la resistencia personal y familiar, y hacen que las familias y las personas sufran menos presión y tengan más capacidad de pagar sus deudas. También mejoran la nutrición, la salud y la sanidad. Y, en contra de los prejuicios burgueses, las personas con la seguridad de una renta básica tienden a trabajar más —no menos— y a ser más productivas —no menos—, así como más cooperativas y tolerantes con los demás. Tienen menos miedo y, por tanto, menos propensión a votar opciones de extremismo populista.

El sistema de renta básica tendría otras ventajas sociales y económicas. Nuestra supervivencia colectiva a esta pandemia depende no sólo de nuestro propio comportamiento y nuestro acceso a los recursos, sino también de que todos los demás tengan los recursos necesarios para sobrevivir. Si algunos grupos se quedan fuera de los programas de ayudas económicas, tenderán a mostrar comportamientos que prolongarán la pandemia, aunque solo sea porque, sin recursos, seguirán siendo vulnerables al virus y otras enfermedades sociales. Podríamos incluso formular una regla social: cuanto más específico sea el sistema de ayudas económicas, más durará la pandemia y más devastadora será.

Desde el punto de vista económico, los políticos deberían ser conscientes de que, durante mucho tiempo, vamos a sufrir las consecuencias de una profunda crisis de demanda. Los pobres no podrán comprar bienes y servicios básicos, el precariado no podrá atender sus deudas crecientes y los asalariados habrán sufrido enormes efectos en su riqueza, es decir, la constatación de que han perdido mucha riqueza, lo que les hará gastar menos.

A los políticos les gusta dar la imagen de que protegen a las empresas y los puestos de trabajo. Pero el objetivo principal debería ser impulsar la demanda de bienes y servicios básicos, sin la cual las empresas no pueden funcionar. Una renta básica impulsaría esa demanda, y constituiría la piedra angular de la nueva economía: alimentos, viviendas, sanidad y educación.

La locura de la flexibilización cuantitativa perseguida después de 2008 consistió en inyectar dinero en el lado de la oferta, en los mercados financieros. Eso llevó a una recuperación muy lenta, como todo español sabe. Y enriqueció a los que ya eran ricos. Eso no debe repetirse ahora. Pero solo lo evitaremos si presionamos a los políticos y a las instituciones financieras y políticas internacionales para que den facilidades a la gente corriente.

Otra ventaja de una renta básica de emergencia es que podría servir de lo que los economistas llaman estabilizador económico automático. Si se adopta, impulsaría la demanda de bienes y servicios básicos. Si eso funciona, la economía comenzará a recuperarse. Entonces, el Gobierno podría reducir ligeramente el importe para que sea sostenible a largo plazo, mientras se ponen en marcha impuestos y otros recursos financieros para sufragar un sistema permanente. Si la recesión empeora debido a fuerzas externas, las autoridades podrían aumentar la renta básica, para reforzar la economía en general.

La situación es grave. La mayoría de la gente está teniendo dificultades económicas, sociales y emocionales. Una renta básica no es la panacea; pero es esencial y urgente. Si las autoridades no la aplican, serán en parte responsables de las muertes y enfermedades del mañana. Como mínimo, deberían lanzar de inmediato programas piloto, si no están convencidos. La inacción es lo que no se perdonará ni se olvidará.

Guy Standing es profesor titular e investigador en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres. Acaba de publicar Battling Eight Giants: Basic Income Now.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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